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martes, 31 de enero de 2012

Harry Partch • Delusion of the fury

Harry Partch es uno de esos músicos cuya labor compositiva parece hallarse en un cruce y encuentro de caminos que desafían las estructuras convencionales no sólo del escucha, sino de la tradición musical occidental, y parece dirigirse hacia zonas de nuestra percepción y relación con la música que los desarrollos técnicos y forma en que la música se presenta nos son casi del todo ajenas, pues aunque la suya es una música escrita y pensada con todo el rigor que cualquier música contemporánea demanda para su ejecución, su meta es distanciarse del todo de esa estructura cultural a que estamos acostumbrados. Por vanguardista que pueda parecer lo que él hace, su trabajo no parece dirigirse hacia el presente, o el futuro de una música especialmente compleja y a veces extrañamente hermosa, sino más bien parece dirigirse hacia atrás. Una suerte de avanzar para retroceder, como con respecto a mi propia forma de concebir la poesía se ha referido mi colega Francisco Segovia, hijo del célebre poeta español radicado en México, y amigo de Octavio Paz, Tomás Segovia.

La estética de Partch es muy clara al respecto, y conviene citarla para que los amigos del blog la tengan en mente al asomarse a su música:

The work that I have been doing these many years parallels much in the attitudes and actions of primitive man. He found sound-magic in the common materials around him. He then proceeded to make the vehicle, the instrument, as visually beautiful as he could. Finally, he involved the sound-magic and the visual beauty in his everyday words and experiences, his ritual and drama, in order to lend greater meaning to his life. This is my trinity: sound-magic, visual beauty, experience-ritual.
Indudablemente el carácter ritual de su música queda, en cierta medida, anulada cuando uno sólo sólo escucha el aspecto meramente musical a través de una grabación en disco, como es el caso de la obra que ahora les comparto, La desilusión de la furia, una obra que debido a las peculiaridades establecidas por el propio compositor la hacen extremadamente difícil de presentar en vivo, pero que en cierto sentido son equiparables a buena parte de la música que hacen algunos compositores hoy en día, quienes ven su trabajo musical íntimamente relacionado con el espacio y el sitio donde ésta fue ejecutada por vez primera, como sería el caso de Sidereus nuncius, escrita por Javier Torres Maldonado (ya me referiré en otro momento a ella).

El caso de Delusion of the fury es exactamente la descrita: una música que implica la participación de los propios músicos no sólo como intérpretes, en el sentido tradicional, sino también en el de participantes de una suerte de ritual que requiere un espacio específico y la presencia (más bien coparticipación podría decirse) de un público que haga posible la comunión entre el sentido último de presencia músico-instrumental y religancia expectativa frente al suceso, casi irrepetible y milagroso siempre, de músicos y espectadores, de ejecutantes (en el sentido espacial del término) y asistentes. En este sentido, su música es un milagro, un suceso que requiere de tal conjunción de cualidades escenográficas que puede parecer casi imposible se puedan dar en un mismo espacio-tiempo. De allí que el aspecto narrativo que uno podría esperar de esta música pueda resultar difícil de entender si no se dan todas estas conjunciones. Nadie mejor que el propio compositor para hablarnos de su propia obra:

It is an olden time, but neither a precise time nor a precise place. The “Exordium” is an overture, and invocation, the beginning of a ritualistic web. Act I, on the recurrent theme of Noh plays, is a music-theater portrayal of release from the wheel of life and death. It opens with a pilgrim in search of a particular shrine, where he may do penance for murder. The murdered man appears as a ghost, sees first the assassin, then his young son looking for a vision of his father’s face. Spurred to resentment by his son’s presence, he lives again through the ordeal of death, but at the end — with the supplication “Pray for me!” — he finds reconciliation.

There is nowhere, from the beginning of the “Exordium” to the end of Act II, a complete cessation of music. The “Sanctus” ties Acts I and II together; it is the Epilogue to the one, the Prologue to the other. Act II involves a reconciliation with life. A young vagabond is cooking a meal over a fire in rocks when an old woman approaches, searching for a lost kid. She finds the kid, but — due to a misunderstanding caused by the hobo’s deafness — a dispute ensues. Villagers gather and, during a violent dance, fore the quarreling couple to appear before the justice of the peace, who is both deaf and nearsighted.

Following the judge’s sentence, the Chorus sings in unison, “Oh, how did we ever get by without justice?” and a voice offstage reverts to the supplication at the end of Act I.


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